Comentario
La primera etapa del retablo seiscentista -que abarca fechas difíciles de precisar, pues si en los centros creadores no dura más allá del primer tercio del siglo, en los meramente receptores y repetidores puede alargarse hasta bien entrado el segundo- se puede definir como una prolongación del clasicismo arraigado plenamente a finales del siglo XVI, cuyo máximo exponente fue el retablo diseñado por por Juan de Herrera para la basílica del monasterio de El Escorial. En ella se atiende de preferencia a la estructura y dispositivo arquitectónico, claramente ordenado en cuerpos, calles y entrecalles separados y diferenciados por soportes y entablamentos. Las calles, que pueden ser tres o cinco, se separan mediante columnas, pilastras o por medio del binomio más plástico de pilar-columna adosada o entrega. Abundan los tableros pintados o esculpidos y las imágenes de bulto, de tal suerte que el factor narrativo e iconográfico se equilibra, cuando no supera, al tectónico y constructivo. En los soportes se superponen los órdenes clásicos: dórico en el primer piso, jónico en el segundo y corintio en el tercero y, a veces, compuesto en el ático. Sin embargo, a medida que avanzaba el tiempo, se prefirió usar en todos los cuerpos el corintio, diseñado conforme a la gramática de Vignola, por ser el más vistoso y decorativo de todos a causa de su carácter floral. Como residuos no eliminados del manierismo, a veces los fustes llevan decorado su tercio inferior con ornatos vegetales y fitomorfos o con estrías helicoidales y en zig-zag que, en un número menor de casos, pueden extenderse al fuste entero. Por lo general la trama ornamental que afecta a ésta y otras partes del retablo, como netos de las columnas, marcos de los tableros y hornacinas frisos de los entablamentos, etc., es de sesgo duro, geométrico, estilizado y abstracto, compuesta de roleos, bandas, agallones, puntas de diamante y cosas similares; repertorio decorativo que procede aún de libros y comentarios de arquitectura -casi siempre glosas al tratado de Serlio- hechos por autores generalmente nórdicos.
La planimetría del retablo suele ser plana, inerte y rígida, que se traduce en un alzado amoldado a la forma del ábside de la iglesia; si éste es, por ejemplo, poligonal, el retablo se despliega en paneles acodados como los de un biombo. Lo único que destaca y resalta plásticamente respecto del fondo son los soportes, particularmente si están formados por el binomio ya dicho de pilar columna adosada, agitándose tímidamente los entablamentos a este tenor en débiles entrantes y salientes.
Aunque la ingente multitud de retablos de esta primera fase puede reducirse al común denominador descrito, existen, claro está, múltiples variantes regionales, provinciales y locales en el amplio espectro de toda España que no cabe obviamente recoger aquí. De todas formas la uniformidad es mayor en el centro de la Península por el avasallador influjo que ejercen los modelos cortesanos debidos a los epígonos de Juan de Herrera, mientras en la periferia la libertad inventiva fue bastante mayor, si bien es verdad que ésta afectó propiamente a los pormenores decorativos más que a la estructura arquitectónica.
La segunda etapa que, hablando en términos generales, comprende la segunda mitad del siglo XVII y se adentra por períodos más largos o cortos del siglo siguiente según las diferentes regiones, podría calificarse de creación y expansión del retablo barroco castizo o genuinamente hispánico. Este retablo barroco castizo fue tal porque apenas se hizo permeable a influencias extrañas y se gestó por entero dentro de la Península Ibérica. Se condensa particularmente en la plétora decorativa que fue invadiendo, como la hiedra, el organismo arquitectónico de tal manera que acabó ahogándolo y oscureciéndolo. Acaso ello se debió a que, si en la primera fase la traza del retablo estuvo en manos de arquitectos profesionales o personas que estaban muy al tanto de las leyes y sustancia de la arquitectura, ahora cayó en poder de escultores, pintores, tallistas o simples decoradores y ornamentistas quienes, dominadores de todos los recursos del dibujo, tenían a gala "llenar el proyecto con toda clase de primores y ringorrangos", como afirmó Francisco Pacheco en su "Arte de la Pintura" (1654). En ello, al fin y al cabo, el retablo experimentó el mismo cambio y siguió idéntico rumbo al de la arquitectura coetánea.
El soporte preferido fue en un primer momento la columna salomónica o turbinada, como acertadamente la llamó en México don Carlos Sigüenza y Góngora, cuyo fuste de cinco o seis espiras y revueltas resultaba mucho más vistoso y dinámico que el clásico habitual; fuste que muchas veces, al estar cuajado de hojas de parra y pámpanos de vid tallados, se transformó emblemáticamente en símbolo eucarístico, resultando su uso muy apropiado a los retablos de este tipo. Se ha hablado siempre del impacto que produjeron en España las columnas salomónicas del baldaquino de Bernini en la basílica de San Pedro, pero no ha de olvidarse que la tal columna salomónica debió ser conocida entre nosotros desde mucho antes a través de las pinturas -como las de Pellegrino Tibaldi en el patio de los Evangelistas del monasterio de El Escorial o los tapices de Pedro Pablo Rubens de las Descalzas Reales de Madrid- o a través de los tratados que consignaban su existencia y galibación (la Regla de Vignola), la proponían como componente de un nuevo y original orden salomónico íntegro (fray Juan Riccci de Guevara) o la conectaban muy directamente con el templo de Salomón (Arquitectura recta y oblicua de Juan de Caramuel).
Además de por este novedoso soporte, el retablo castizo se distinguió por una nueva decoración que lo invadió todo, sotabancos, netos y pedestales de las columnas, entrepisos, entablamentos, cornisas y coronaciones; decoración mucho más naturalista que la seca y abstracta del manierismo, consistente en cogollos vegetales jugosos, cartuchos de hojas tropicales y carnosas, trenzados de distintas vegetaciones y plantas, y sartas y pendientes de sabrosas frutas. Una decoración, por otro lado, que se acompasaba perfectamente con la de la pintura contemporánea de floreros y bodegones.
Desde el punto de vista de la planimetría y de la montea, el retablo castizo se caracterizó, frente al de la etapa anterior, por una búsqueda más intensa tanto de la movilidad y profundidad de los planos en el espacio cuanto por la gradación de las luces y de las sombras, ensayando efectos marcadamente plásticos y pictóricos. No fue infrecuente que el retablo describiese un semicírculo en planta en lugar de acomodarse, como anteriormente, a los planos de los ábsides poligonales de las iglesias, formando una profunda oquedad en donde los soportes se van escalonando a medida que se adentran en el espacio. El semicírculo remata en un cascarón o bóveda de cuarto de esfera, sustituyendo al anticuado y rígido ático con aletones del retablo precedente.
Aunque esta variedad de retablo castizo se extendió como un reguero de pólvora por todo el país, siempre también dentro de una gama multiforme de variantes y combinaciones, tuvo su origen en Madrid donde figuras tan señaladas como Alonso Cano, Sebastián de Herrera Barnuevo, Pedro de la Torre, Sebastián de Benavente, Juan de Lobera y José Ratés contribuyeron decisivamente a su gestación. Su ápice lo alcanzó en manos de la familia Churriguera, que no en vano se educó artísticamente en la Corte, aunque procediera de Cataluña. De tal suerte que a este retablo barroco en su fase de definitiva cristalización se le ha denominado, no sin cierta justicia, churrigueresco.
En un segundo momento se puso de moda usar en el retablo castizo, a guisa de soporte, el estípite o pirámide adelgazada e invertida a la que en su cuello se dotó de varios estrangulamientos y se coronó con un capitel clásico, generalmente el corintio. A veces los estrangulamientos son tantos que fraccionan el estípite en multitud de partes imbricadas unas en otras o al cuerpo principal del estípite se le adosan diminutas placas recortadas en caprichosos perfiles y estratificadas en tantas capas que se pierde su silueta. No contentos con esto, algunos artistas, como Francisco Hurtado Izquierdo y sus epígonos e imitadores en Andalucía, sobreponen a los estrangulamientos pares de frontoncillos rotos, acodados e invertidos que René Taylor llama, a causa de la forma que adquieren, orejas de cerdo. Merced a todo este proceso el estípite acabó transformándose en una pieza de ebanistería enormemente sofisticada, más apta para sostener una mesa o un mueble que para servir de soporte a un retablo. Este aire de mundanidad es el que ha dado pie para que algunos estudiosos lo hayan incluido en el mundo muelle y sensual del Rococó.
El estípite era de ascendencia manierista y el favor de su uso lo alcanzó probablemente, sobre todo a sus inicios, gracias al descubrimiento que de él hicieron los artífices hispanos en aquellos tratados de arquitectura nórdicos de finales del Quinientos -como los de Dietterlin, Mayer, Kramel, Blum, Vredeman de Vries y Hugo Sambin- que lo habían puesto de manifiesto en todas sus proteicas variedades. Entre nosotros fue introducido por José de Churriguera, pero quien lo usó en Madrid con más profusión fue Pedro de Ribera. Al sur lo llevó el zamorano Jerónimo de Balbás quien, después de haber trabajado en la Corte de Carlos II como escenógrafo, marchó a Sevilla y Cádiz. En la primera de estas ciudades construyó el retablo del Sagrario de la catedral de Sevilla, destruido luego por el furor neoclásico, donde empleó, acaso por primera vez en 1706, el estípite de orden gigante vertebrando todo su frente. Desde Andalucía lo llevó posteriormente a México, país en que se usó con verdadero frenesí desde entonces.
Una tercera y última fase del retablo barroco español coincidió aproximadamente con la primera mitad del XVIII, aunque en las primeras décadas del siglo conviviese la nueva modalidad con la castiza acabada de perfilar. Se ha bautizado a este retablo tardío como retablo rococó a causa del nuevo género de decoración en él empleado. Sin embargo, fue mucho más radicalmente novedoso y revolucionario por la renovación de su estructura arquitectónica que por la aplicación epidérmica de la rocalla. Efectivamente este retablo final incorporó tardíamente la movilidad de planos y superficies, al disponer sus cuerpos interpretados e intersecantes, agitándolos en perfiles curvos y contracurvos, que había caracterizado al barroco romano y piamontés del siglo XVII; es decir, asimiló las novedades aportadas mucho tiempo antes por Bernini, Cortona, Borromini, Guarini y Vittone. El fenómeno se produjo simultáneamente en la arquitectura española contemporánea y, si no, piénsese en las fachadas contemporáneas de la catedral de Valencia, de Conrad Rudolf; en la de San Antonio de Aranjuez, obra de Giacomo Bonavia, y en los interiores de la iglesia de San Antón de Madrid, según diseño originario de Pedro de Ribera, y en el de San Marcos de Madrid de Ventura Rodríguez.
En este género de retablos se recuperó con frecuencia el soporte tradicional, es decir, la columna clásica modulada conforme a su orden correspondiente, porque servía, mejor que el fuste salomónico o el estípite -particularmente cuando se la colocaba de canto o al sesgo- para marcar la transición de los planos espaciales. La rocalla fue el ornato más generalizado porque, merced a su forma arriñonada y disimétrica, tenía por sí misma una movilidad muy apropiada al juego de superficies y volúmenes del retablo. No resulta fácil definir la rocalla, pues existió multitud de variantes y combinaciones de ella, pero sí se puede afirmar que en muchas ocasiones fue copiada de modelos franceses que corrían impresos en libros de grabados y hojas volanderas. Junto con ella se importaron del exterior otros motivos decorativos como las series de trofeos, bien militares, bien eclesiásticos, bien musicales o de cualquier otro tipo. Es menester recordar a este respecto que, si bien los modelos de la rocalla fueron por lo general de origen francés, también se copiaron e imitaron otros procedentes de países como Alemania, donde grabadores cual la familia Klauber de Ausburgo, que imprimieron multitud de libros y estampas con orlas y viñetas de primorosas rocallas, alcanzaron enorme éxito en nuestro país.
Pero la rocalla -empleada con mesura y parsimonia por regla general no fue el único repertorio ornamental que se utilizó en el siglo XVIII. A su lado los artífices hispanos inventaron otros motivos decorativos propios, algunos desarrollados a partir de tradiciones autóctonas anteriores. Por ejemplo, en Galicia, Simón Rodríguez y sus discípulos hicieron repetido uso no sólo de brutales placas recortadas proyectándose desde el fondo del retablo hacia el vacío, sino de cilindros colocados de manera lábil e inestable entre los soportes y el entablamento. En Andalucía, particularmente la escuela de Pedro Duque Cornejo empleó también placas recortadas, pero dándoles un sentido diferente. Superpuestas en finas capas, delinean perfiles y contornos melifluos y sinuosos, a los que se acompasan las ondulaciones de molduras y cornisas, semejando todo ello el bullir de un tempestuoso oleaje. Finalmente Hurtado Izquierdo hizo uso igualmente de elementos recortados, pero fragmentados y atomizados en pequeños prismas que, imbricados unos en otros a la manera de los mocárabes musulmanes, producen la sensación de una superficie descompuesta en infinidad de facetas donde cabrillea y se agita la luz.